Sí, sí, has leído bien querido lector: no es posible no comunicar. El ser humano, haga o no haga, lo quiera o no, está lanzando señales a los otros en todo momento. Se podrá pensar inmediatamente, y si la persona cierra la boca y permanece en silencio ¿deja de comunicar entonces? La respuesta es no, nunca deja de comunicar, pues en ese supuesto, sería el lenguaje no verbal el que estaría “diciendo algo” al observador. Las personas nos constituimos como tales en contacto con otras personas. Empezando por la pareja que forma el recién nacido con su madre, y siguiendo por los encuentros que éste mantendrá, con personas y grupos a lo largo de su vida, está intercambiando señales de toda índole. La comunicación, en sentido amplio, es la primera necesidad que todos sentimos a lo largo de la vida. Constituyen auténticas ficciones literarias los hombres radicalmente aislados. Para llegar a ser lo que somos necesitamos de la ayuda y concurso de los demás. Si esta condición no se da, no habrá ser humano.
La necesidad de entender a otros, y entenderse uno mismo pasa, necesariamente, por el dominio de las herramientas que la comunicación pone a nuestra disposición. Todo el mundo va a aceptar que el lenguaje hablado sea el medio preferido. El lenguaje nos va a permitir penetrar el mundo circundante, tantas veces misterioso, y roturarlo hasta hacerlo familiar. El lenguaje transmite ideas e información y permite trazar “planos” con los que moverse en la realidad. Es el modo más completo con que contamos para comunicar toda clase de contenidos a los que nos rodean, y recibir de ellos el retorno necesario de su comprensión. Además, mediante el uso frecuente del diálogo, la persona siente que es aceptada, que está integrada en los grupos en los que se inserta. Es el medio más poderoso de adaptación social que conocemos. Para confirmar este aserto, sólo tenemos que pensar en la desolación que todos hemos sentido cuando nos encontramos en un país extranjero, del que ignoramos su lengua. Todo, en esa situación, nos es ajeno e indescifrable y, por tanto, incómodo. El hombre es, quiérase o no, un animal simbólico que necesita del lenguaje para vivir. Está sostenido por “significados” que colonizan el mundo que se comparte con los demás –la realidad- . Y esa condición es, también, la que le hace enfermar, construyendo una semántica distorsionada e ineficaz que comunica poco. No es casualidad que estas ideas, y otras similares, llevaran al gran filósofo del lenguaje L. Witgenstein a afirmar que: “Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”.
De las inmensas posibilidades del lenguaje se puede hablar cuanto se quiera, pero también habrán de mencionarse sus limitaciones e imperfecciones, que las tiene. Todos hemos tenido, alguna vez, problemas para entender a otros y ser entendidos por ellos, a pesar de utilizar todos el mismo código. Los ha habido siempre y los va a seguir habiendo, pues los malos entendidos, los equívocos, las ambigüedades, han llegado hasta provocar guerras. Y es que hacernos entender, en ocasiones, puede ser difícil por el uso de términos y expresiones propios que al que escucha le resultan poco informativos. Está claro que, el uso del lenguaje es un arte que puede resultar muy subjetivo y no facilitar su comprensión. Proporcionar, y pedir, confirmación de aquello que se escucha, es una manera de asegurarse que el mensaje sirve a los interlocutores. No quisiera terminar este artículo, sin mencionar el poderoso apoyo con que cuenta el lenguaje hablado en su versión no verbal. Sucede que, normalmente, ambos van de la mano y se refuerzan. O sea, la boca dice algo que el resto del cuerpo confirma. Ahora bien, sucede a veces que, ambos lenguajes entran en contradicción y producen falta de comprensión en el que escucha. La enorme variedad de gestos, personales, familiares y hasta nacionales, todos ellos de naturaleza inconsciente –no voluntarios– pueden proporcionar dificultades para ser entendido correctamente. Habrá que intentar, pues, el encaje, lo más exacto posible, de ambos lenguajes en un todo coherente que sirva para comunicar realmente. Esa es la pretensión de los modernos entrenadores para los que tienen que hablar en público: unificar la expresión individual para mejorar la comunicación de la persona.
Por Carlos Espina, psicólogo.